jueves, 2 de octubre de 2008

COMUNICADORES SEGUN SAN PABLO

Hay una realidad que nos identifica: somos cristianos. Desde esta experiencia de fe ejercemos nuestra tarea de comunicadores, partícipes de la tarea evangelizadora de la Iglesia.
A la luz de la figura de San Pablo, el apóstol-comunicador, de quien estamos celebrando el bimilenario de su nacimiento, veremos nuestra misión y reflexionaremos sobre ella para ser fieles a nuestra vocación.
La vida cristiana comienza con una experiencia de encuentro. En el camino de la vida y en nuestra propia historia personal, Dios se hace presente, invitando, seduciendo, comprometiendo...
La conversión de Pablo que nos narran los Hechos (9,1-19) muestra la realidad transformante de una experiencia que cambiará radicalmente la vida de Saulo de Tarso, perseguidor de los cristianos, para convertirlo en el Apóstol de los Gentiles. La ceguera en la cual se encontraba vio brillar, por la fe, una nueva luz.
Jesús lo llamó a participar de su misión. Pablo mismo reconocerá ésta misión como una vocación: “...elegido para anunciar la Buena Noticia” (Rom 1,1).
También nosotros nos sentimos urgidos por el mandato del Señor: "Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio a toda la creación" (Mc. 16,15). Y para cumplir esta orden contamos con más medios que con los que contó Pablo. Hoy las cartas, la predicación, los viajes –métodos usados por el Apósotol para evangelizar- se nos hacen fáciles, rápidos, atractivos e influyentes a través del uso de los poderosos medios de la comunicación social, y hemos recibido dones, talentos, aptitudes que nos capacitan para acercar al hombre de hoy el mensaje de Jesucristo con el lenguaje y los medios modernos con los que nos comunicamos en la actualidad. Son dones que el Espíritu Santo distribuye, según nos los enseñó el Apóstol: “El Espíritu da a uno la sabiduría para hablar; a otro la ciencia para enseñar. A éste el don de curar, a uno el don de la profecía, a otro el don de lenguas...” (cfr. 1 Cor 12, 8ss). Sin olvidar claro está, que el don más precioso al que debemos aspirar es el don del amor...porque sin amor no soy nada. (cfr. 1 Cor 13).
De nuestro singular modo de comunicar dependerá de que la palabra proclamada, escrita o proyectada pueda tener cabida en el corazón del hombre. Nuestro lenguaje directo, claro, dinámico, adaptado al auditorio o audiencia, hará accesible el mensaje del Señor a aquellos a quienes se los comuniquemos.
Claramente dice San Pablo: “Si yo fuera a verlos y les hablara con un lenguaje incomprensible, ¿de qué les serviría si mi palabra no les aportara ni revelación, ni ciencia, ni profecía, ni enseñanza? Sucedería lo mismo que con los instrumentos de música, por ejemplo la flauta o la cítara. Si las notas no suenan distintamente, nadie reconoce lo que se está ejecutando. Y si la trompeta emite un sonido confuso, ¿quién se lanzará al combate?. Así les pasa a ustedes: si no hablan de manera inteligible, ¿cómo se comprenderá lo que dicen? Estarían hablando en vano. Si ignoro el sentido de las palabras, seré como un extranjero para el que me habla y él lo será para mí” (1 Cor 14,6-11).
Hemos recibido un mandato. Nuestro apostolado es una vocación. Fuimos llamados por Jesús, y la Iglesia nos envía con esta misión. Sintamos hoy en lo profundo del corazón que hemos sido elegidos y capacitados para realizar esta tarea. La Iglesia confirma esta elección divina, alentándonos y dándonos el lugar que tenemos, para que difundamos con dignidad y competencia la Palabra de Dios a través de aquello que escribimos, decimos o mostramos.
Nuestra difícil, comprometida y apasionante misión nos exige un conocimiento acabado de la realidad a la que hemos de anunciar el Evangelio, a la que hemos de impregnar con los valores evangélicos. Nuestra cambiante cultura nos exige estar al tanto de las situaciones que se presentan para dar respuesta desde nuestra fe. No podemos pues vivir un espiritualismo que nos aísle, sino que, con el corazón firme en el Señor hemos de caminar con firmeza las realidades del mundo, con juicio crítico y capacidad de comprensión, tolerancia y diálogo.
Este es el celo apostólico que impulsó la misión de Pablo: “Siendo libre me hice esclavo de todos, para ganar al mayor número posible. Me hice judío con los judíos para ganar a los judíos; me sometí a la Ley a fin de ganar a los que están sometidos a la Ley. Y me hice débil con los débiles, para ganar a los débiles. Me hice todo con todos, para ganar al menos a algunos, a cualquier precio” (1 Cor 9, 19-22).
Por ser tan importante nuestra tarea –misión recibida del Señor e impulsada por la Iglesia- no podemos comunicar de cualquier manera. Debemos apuntar a la excelencia en la comunicación católica. Nuestro estilo de comunicar debería ser modélico. Allí mostraremos la dignidad y riqueza de la Palabra de Dios.
“Trata de ser un modelo para que los creen, en la conversación, en la conducta, en el amor, en la fe, en la pureza de vida. No malogres el don espiritual que hay en ti. Vigila tu conducta y tu doctrina. Si obras así, te salvarás a ti mismo y salvarás a los que te escuchen” (cfr. 1 Tim 4,12-16).
Por eso hemos de buscar cada día capacitarnos para utilizar debidamente la palabra, la escritura, la imagen e incluso las nuevas tecnologías. El comunicador católico debe estar capacitado técnicamente para esta tarea que le exige una constante creatividad puesta al servicio del Reino. Debemos generar ideas originales, entretenidas, capaces de llegar al corazón de nuestro interlocutor y transformar su vida con el poder vivificador del Evangelio. Los más jóvenes deben buscar alcanzar una preparación terciaria o universitaria en este campo. Nos faltan profesionales consagrados a vivir este apostolado con convicción, coherencia y calidad profesional. Nos falta muchas veces la necesaria astucia de la que hablaba Jesús desafiándonos a la evangelización.
Claro que no basta la preparación técnica. No sólo hay que adquirir un buen lenguaje, tener una buena voz, escribir correctamente o mostrarse de forma adecuada en los medios audiovisuales. Hay que tener algo que decir. De allí que sea tan importante la formación doctrinal. Y esta es una formación permanente. Hoy día no basta haber hecho un curso bíblico, o un seminario de catequesis, ni siquiera ser profesor de teología...Cada día debemos leer, estudiar, investigar, para "dar razones de nuestra fe", como nos dice San Pablo. Debemos fundamentar la verdad que proclamamos. La Iglesia en su larga tradición magisterial tiene elaborados infinidad de documentos que argumentan sus dogmas y su moral. Nosotros debemos ir siempre a esas fuentes. No podemos ser "opinólogos" –como tantos presentes en los medios-. Cada tema que tratamos debe ser tratado con responsabilidad, pues estamos comprometidos con la Verdad.
Al ejercer nuestra tarea, estamos poniendo sobre el candelero nuestra luz, la luz de Jesús. Son nuestras buenas obras las que deben alumbrar para que los hombres al vernos actuar puedan creer, -como nos ha enseñado el mismo Jesús-. Pero qué difícil es estar tan expuesto en un medio de comunicación, transformado hoy en vidriera del mundo, sin opacar a quien es la Luz verdadera.
“Nosotros somos la fragancia de Cristo al servicio de Dios” (2 Cor, 13,15)
Un pecado en el que podemos caer como comunicadores es la falta de humildad. "Aparecer" en un medio nos pone en un lugar destacado. No siempre estamos preparados para esta exposición pública. Por ello, la humildad modera el apetito que tenemos de la propia excelencia, contrarresta la soberbia, el orgullo, la vanidad. Si no somos concientes, como Juan el bautista, de que sólo somos la voz de quien es la Palabra, nos enceguecerán los aplausos y halagos que a menudo recibimos de nuestros interlocutores. Es verdad que alienta nuestra tarea el saber que nuestros receptores reciben nuestro mensaje con agrado, pero siempre estará el riesgo de querer "aparecer". Allí sería infecundo nuestro apostolado y quedaría trunca la evangelización, pues apareceríamos nosotros y no Jesucristo, corriendo incluso el riesgo de acomodar el Mensaje para "quedar bien" con quienes nos escuchan o leen.
Pablo nos da el ejemplo: “Cuando los visité para anunciarles el misterio de Dios, no llegué con el prestigio de la elocuencia o de la sabiduría. Al contrario, no quise saber nada, fuera de Jesucristo, y de Jesucristo crucificado. Por eso, me presenté ante ustedes débil, temeroso y vacilante. Mi palabra y mi predicación no tenían nada de la argumentación presuasiva de la sabiduría humana, sino que eran demostración del poder del Espíritu, para que ustedes no basaran su fe en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios” (1 Cor 2, 1-5)
Esta reflexión nos hace deducir que sólo los Santos evangelizan, pues el verdadero anuncio ha de realizarse con la palabra y el ejemplo.
Pensar en nuestra identidad como comunicadores católicos es pensar en nuestro singular camino de santidad, que San Pablo nos traza en un texto que es verdadero programa de vida para el comunicador católico:
“Bendigan a los que los persiguen, bendigan y no maldigan nunca. Alégrense con los que están alegres, y lloren con lo que lloran. Vivan en armonía unos con otros, no quieran sobresalir, pónganse a la altura de los más humildes. No presuman de sabios. No devuelvan a nadie mal por mal. No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal, haciendo el bien” (Rom 12, 14-18.21)
Este es el camino de la conversión constante en el cual debemos estar. El comunicador católico es un ser “animado por el Espíritu” (cfr. Rom 8,9) que no tiene como modelo a este mundo... sino que vive transformándose interiormente renovando su mentalidad para poder discernir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto (crf. Rom 12,2). Por ello debe examinarse para comprobar si está en la verdadera fe, poniéndose a prueba seriamente (cfr. 2 Cor. 13,5). Y lanzarse decididamente hacia la meta para alcanzar el premio del llamado celestial que Dios nos ha hecho en Cristo Jesús (Flp. 3,12-16)
Nuestra misión será pues, una necesidad: “¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1 Cor 9,16), aunque a causa de ella tengamos que sufrir burla, incomprensión, persecución o la misma muerte. Paradójicamente éstos fueron los motivos que tuvo Pablo de gloriarse: “...¿Son ministros de Cristo? Vuelvo a hablar como un necio: yo lo soy más que ellos. Mucho más por los trabajos, mucho más por las veces que estuve prisionero, muchísimo más por los golpes que recibí. Con frecuencia estuve al borde la muerte, cinco veces fui azotado por los judíos con los treinta y nueve golpes, tres veces fui flagelado, una vez fui apedreado, tres veces naufragué, y pasé un día y una noche en medio del mar. En mis innumerables viajes, pasé peligros en los ríos, peligros de asaltantes, peligro de parte de mis compatriotas (...), cansancio y hastío, muchas noches en vela, hambre y sed, frecuentes ayunos, frío y desnudez (...). Si hay que gloriarse en algo, yo me gloriaré de mi debilidad” (cfr. 2 Cor 11,23-30).
Pero todo esto, no admite para Pablo el menor desaliento: “Si nuestro Evangelio todavía resulta impenetrable, lo es sólo para aquellos que se pierden, para los incrédulos, a quienes el dios de este mundo les ha enceguecido el entendimiento. Porque no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, el Señor, y nosotros no somos más que servidores...Porque el mismo Dios que dijo: ‘Brilla la luz en medio de las tinieblas’, es el que hizo brillar su luz en nuestros corazones para que resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios, reflejada en el rostro de Cristo” (2 Cor4, 3-6).
Esta profecía de esperanza debe arder en el corazón del comunicador y no callarla. Ante el desasosiego que generan tantos males presentes en el mundo, no podemos callar la Buena Noticia que ha cautivado nuestra vida... Pero, como este gozoso anuncio es combatido por las calamidades que anuncian sólo destrucción y muerte, debemos vestir las armaduras del cristiano, para continuar nuestra tarea con entusiasmo, convicción y alegría.
“Por lo demás, fortalézcanse en el Señor con la fuerza de su poder. Revístanse con la armadura de Dios, para que puedan resistir las insidias del demonio. Porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio.
Por lo tanto, tomen la armadura de Dios, para que puedan resistir en el día malo y mantenerse firmes después de haber superado todos los obstáculos. Permanezcan de pie, ceñidos con el cinturón de la verdad y vistiendo la justicia como coraza. Calcen sus pies con el celo por propagar la Buena Noticia de la paz. Tengan siempre en la mano el escudo de la fe, con el que podrán apagar todas las flechas encendidas del Maligno. Tomen el casco de la salvación, y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef. 4,10-17).-

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